sábado, 1 de abril de 2017

El crimen

—Entonces, según dice este reporte, usted ha cometido un crimen bastante serio —dijo el oficial, después de ojear las dos páginas que tenía dentro la carpeta en su mano.

—Así es, oficial —respondí, con toda la calma que en mí nacía.

—Lo veo demasiado tranquilo pese a la gravedad del crimen cometido —comentó con cierta curiosidad, la cual podía leer en su cara.

—Pues es porque lo estoy, oficial —dije mientras miraba el techo, perdiendo mi mirada en el vacío. Incómodo, el oficial se levantó y lanzó con cierta molestia la carpeta a la mesa que nos separaba.

—¿¡Sabe usted exactamente lo que es eso!? —exclamó. Esta vez bajé mi cabeza despacio hasta clavar mis ojos a los suyos.

—Totalmente. Es más, si quiere le puedo contar todo con lujo de detalles, señor oficial.

En ese momento, sin dejar de mantener su consternada expresión en su rostro, sacó su grabadora, la encendió y la puso encima de la mesa. Cuando me aseguré de que todo estaba listo, empecé:

—Todo el tiempo siempre anduvimos de la mano. Todos los días ese niño se aferraba fuertemente a mí y no me dejaba ir. No es que me molestase, pero hay un día en el que ya es suficiente, en el que solo te dices a ti mismo "ya basta". Esta mañana en el supermercado anduvimos por los pasillos haciendo las compras de todas las semanas: huevos, leche, mantequilla, anhelos, sueños, esperanzas, deseos... Lo de siempre. De repente este estúpido niño me hala del brazo en uno de los pasillos y empieza a pedirme que le compre un dulce. El dulce de siempre. El dulce que pide y por el que lloriquea cada vez que vamos al supermercado. Me tira del brazo y me pide que no pase de largo, que quiere este dulce, que se lo compre. Le digo que no y que deje de pedir, que tenemos que seguir adelante y terminar las compras, que hay cosas más importantes que eso... pero él no escucha. Solo quiere satisfacer su deseo, solo quiere ese dulce. Le recrimino que su conducta es inaceptable, que no debe hacer eso, que debe obedecer; pero todo en vano. Cuando mi paciencia no pudo más, en un momento de descuido de su parte, liberé mi mano de la suya y me aparté de él. Por un instante dejó de llorar, sorprendido y asustado; nunca nos habíamos soltado de la mano. Empezó a caminar hacia mí buscando mi mano nuevamente, pero no la encontró, no lo dejé. Tomé mi canasta con las compras y di la vuelta por el pasillo siguiente. Él corrió tras de mí llorando, pero fue muy fácil perderlo. Conozco el supermercado como la palma de mi mano, mientras que él solo sabe dónde se encuentra uno que otro dulce que siempre quiere. Tras perderlo y dejarlo llorando en algún rincón, fui directo a la caja, pagué por mis cosas y me fui.

Al terminar, el oficial me miró con asco a los ojos por unos segundos más. Se nota bastante que es padre de hijos pequeños. Se levantó y me preguntó, con aparente dificultad de no golpearme y tirar todos mis dientes:

—¿Está usted confesando justo ahora que ha abandonado a su infantil anhelo a propósito?

Nuevamente clavé mis ojos en los suyos y respondí:

—Sí, señor oficial—entonces sonreí—. Y gustosamente volvería a hacerlo otra vez.

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