viernes, 22 de abril de 2016

El guerrero

Érase una vez un legendario guerrero.
Era único en su tipo,
acompañaba a sus camaradas en las batallas
y servía de médico al final de la guerra.
Como él no había otro sobre la Tierra.

Blandía su espada con destreza,
él y su escudo eran impenetrables,
a su lado en la pelea
no había quien temiera,
sin importar qué armas el enemigo tuviera.

¿Caballeros? Todos ante él han caído.
¿Arqueros? Desde la distancia los ha vencido.
¿Cañones? Ni que los traigan por montones.
¿Un ejército? Inútil, como estratega es un experto.
¿Dragones? Ellos le temen por defecto.

Su principal característica es el auxilio.
No deja ningún hombre atrás,
ninguna batalla es suya,
siempre se presenta a dar su ayuda
a todo aquel que lo requiera en la lucha.

Al final de la contienda, victorioso,
clava su espada en la tierra,
tiende la lona de cuero en el suelo
sacando de su bolsillo los ungüentos,
curando a quien le falte el aliento.

Hay que verlo en acción,
así como abre llagas y heridas,
con la misma destreza que hiere y protege,
da cuidados y consiente,
deja como nuevo a quien daño siente.

Cuando termina la guerra no acepta pagos,
no recibe dádivas ni ofrendas,
tampoco invitaciones a cenas,
solo las gracias y un abrazo;
tal vez hasta solo un apretón de manos.

¡Vaya grandeza la de esta alma guerrera
que se goza en el altruismo,
y usa la amistad como estandarte
para seguir adelante
ayudando a todo el que lo quisiera!

Pero toda leyenda tiene sombras,
partes no contadas,
otra cara de la moneda;
y esta no es la excepción
a sucumbir ante un secreto de pena.

¡Vaya miseria la de esta alma sedienta
que se ahoga en el altruismo,
y ofrece su amistad para escaparse,
para seguir adelante,
y no sucumbir ante la soledad eterna!

Ya mucho después de ponerse el Sol,
cuando todo el mundo descansa
y ya no se escuchan voces,
el guerrero regresa a su cama
sin tener quien le dé las buena noches.