lunes, 10 de agosto de 2015

Balcones, tercera parte

Foto tomada del Restaurante Hotel "Balcón de Córdoba"
-.En un paisaje similar ocurre nuestra historia.-
Si no has leído la segunda parte de esta historia puedes encontrarla aquí: "Balcones, segunda parte"

El Sol emitía sus últimos rayos pasadas ya las siete de la noche, y Alejandro sentía que sus nervios se elevaban a cada instante que pasaba. No tenía ni diez minutos sentado en la mesa para dos de aquel balcón del restaurante "Estamos", ubicado en la Zona Colonial, y ya sus manos estaban sudando. Hacía milenios que no tenía una cita con alguien.

Mientras esperaba a la chica, recordó lo que tuvo que pasar para llegar a este momento. Trajo a su cabeza secuencialmente cada cosa que transcurrió en el lapso de unos días para que este encuentro sucediera: La selección de su ropa, la visita al apartamento de su tía, la salida al balcón, la primera vez que vio la chica, el desastre del vino, la conversación que tuvieron, la despedida, el número de celular, los mensajitos por Whatsapp, las notas de voz, el atrevimiento de Alejandro de proponerle ir a cenar, su respuesta afirmativa... Y ahí estaba, bien vestido, con un poco de gelatina en el pelo, con una camisa de cuadros roja remangada, jeans y unos zapatos negros. Se veía bien por fuera, pero estaba vuelto un estropajo por dentro.

—Rayza, ¿eh? —dijo el nombre de ella para sí mismo, con una perceptible sonrisa nerviosa.

Se la pasaba preguntándose de qué hablarían, cómo lo harían, sobre qué cosas no le gustaría a ella que le mencionara, halagos, acuerdos y desacuerdos, buscaba recordar sobre las cosas que ella -en conversaciones anteriores por chat- había mencionado que le gustaban, las que no le gustaban... Estas cosas debió haberlas pensado antes, pero no lo hizo, y ella no había llegado todavía, así que cualquier cosa que pudiese recordar o planear resultaría de ayuda.

Para su desgracia solo pudo recordar cuando una vez dijo que le gustaban mucho los mariscos, porque justo en ese preciso momento reconoció el rostro de ella entre los presentes en el restaurante al aire libre, dirigiéndose hacia él. "A la mierda todo", pensó para sus adentros. Llevaba un lindo vestido púrpura casual, con valerinas negras, y su hermoso pelo largo y rizado recostado sobre sus hombros y espalda. Alejandro cortésmente se levantó de su asiento, la saludó y la ayudó a sentarse, e inició la conversación una vez estuvieron ambos cómodos en sus asientos.

—Ya era hora de que por fin me dieras mis clases de "bebienda discreta" —bromeó Alejandro.

—No empieces —respondió Rayza con una sonrisa—, ya te dije que es simple etiqueta y protocolo.

Rápidamente se acercó un mozo, el cual se había percatado de la llegada de Rayza a la mesa. En su típica vestimenta formal, se dispuso a entregar dos menús para que los jóvenes pudiesen escoger su cena. Al marcharse, Rayza se tomó unos segundos para mirar el menú, y luego apartó la vista para mirar mejor la ciudad desde su asiento. Era un bonito paisaje nocturno.

—Excelente elección la tuya de venir a este lugar, Alejandro.

—Muchas gracias. Me pareció especial, pero sobre todo adecuado —dijo sin quitar la vista al menú.

—¿Adecuado por qué? —preguntó ella curiosa.

—Pues... nuestro primer encuentro fue excepcional para mí, y eso hizo que los balcones adquiriesen un importante valor desde ese momento. Por eso quise continuar con la costumbre —y clavó sus ojos en los de ella con cierta ternura.

—Wao, no sabía que eras tan detallista —dijo Rayza muy halagada, y hasta casi sonrojada.

—Yo tampoco —pensó Alejandro, mientras volvía a estudiar su menú, ocultando una sonrisa infantil y victoriosa.

Al cabo de unos minutos el mesero volvió para anotar sus órdenes. Alejandro ordenó primero: un corte de res a medio cocer, acompañado de una copa de vino tinto. Era la primera vez que ordenaba vino en un restaurante. Rayza, al ser cuestionada sobre lo que deseaba ordenar, cerró el menú y dirigió una mirada coqueta a su acompañante y dijo:

—Dejaré que el caballero decida por mí esta noche — expresó, como poniéndolo a prueba. Alejandro, sintiendo el desafío, aceptó.

—Con gusto —respondió Alejandro mientras se esforzaba por verse confiado. Tomó nuevamente el menú, echó una pequeña ojeada y culminó con lo siguiente... —. Traiga, por favor, un plato de camarones grandes, bañados en salsa de langosta, y una copa de vino también.

Hizo una pausa, miró a Rayza a los ojos nuevamente y sonrió antes de continuar.

—Y que sea blanco, por favor —y cerró su menú.

El mesero terminó de escribir la orden, recogió las cartas y se marchó. Rayza no podía ocultar una expresión incrédula en su rostro, la cual Alejandro percató.

—¿Qué? ¿Lo hice mal? ¿O es que te sorprenden mis habilidades de selección?

—Con lo poco que conozco de ti voy a deducir lo siguiente... —se inclinó un poco hacia él y lo miró fijamente —Acertaste sobre que prefería mariscos, ese punto te lo doy. Pero cuando elegiste el vino, lo hiciste sin saber por qué carajos era mejor el vino blanco. ¿Estoy en lo cierto?

Alejandro, buscando salvarse de la acertada acusación, respondió:
—¡Claro que sí sabía!

—A ver... ¿por qué es preferible el vino blanco por encima del champán espumoso para los mariscos? —preguntó Rayza con una sonrisa vencedora.

—Pues... hmmm... ¿porque los camarones ya hacen espuma en el agua? —respondió intentando ser gracioso. Rayza suspiró y respondió.

—Es de creencia popular que, como la carne de los mariscos no es roja, se pueden consumir acompañadas de vino blanco, a diferencia de las demás carnes, como la de res. De todas maneras una opción segura siempre es el vino champán, ya que al ser más ácida resulta más armonioso con los langostinos o, en este caso, camarones, que son similares. Pero... —antes de continuar relajó un poco más la postura y tranquilizó un poco a su acompañante— fue un buen intento, chico.

—Bleh... —refunfuñó Alejandro, mientras se recostaba hacia atrás de su asiento y sentía el amargo sabor de la derrota —debí pedirte agua desde un inicio.

—Si lo hubieses hecho no hubieses aprendido ahora eso que te dije, y... —Rayza empezó a jugar un poco con su servilleta en la mesa— si lo hubieses en casa de tus tíos no me hubieses conocido.

—Ok, lo admito, tienes toda la razón. Ganas esta vez.

—¡Waaaaooo! —exclamó sorprendida Rayza. Alejandro puso una cara de extrañado y preguntó qué pasaba. Rayza respondió: —Aún no me acostumbro a escucharte admitir algo. Se siente bastante bien, en verdad.

—Oh, vamos, no soy tan así... ¿o sí?

—Eres un poco arrogante, ¿sabías? Digo, no estoy diciendo que eso sea algo bueno, pero es tu forma de hacer comedia, y lo entiendo. Es parte de quien eres.

A Alejandro no le gustó mucho lo que escuchó y se sintió nuevamente acorralado. Intentó fingir seguridad y se quedó mirándola fijamente a los ojos mientras respondía con una sonrisa:

—A ver, que ya se te subieron los aires a la cabeza solo porque estudias psicología. ¿Por qué dices que soy arrogante, señorita Freud?

—Te conozco lo suficiente como para poder decir lo siguiente: tu estilo de humor es bastante sarcástico y dependiente de los errores que cometan los que te rodean. Me explico, utilizas cualquier desliz de cualquier persona para hacer un chiste al respecto, aumentando así tu ego y ocultando tus propios defectos. Además del hecho de que usas el sarcasmo como medio de defensa cuando te sientes atacado. ¿O me equivoco, "señorito Freud"?

—Bueno... supongo que ya he sido expuesto —dijo Alejandro, sonriendo, ya que sabía que ella tenía razón otra vez—. ¿Y qué se dice de ti, Rayza? No estoy estudiando psicología como tú, así que no puedo hacerte un diagnóstico. ¿Te has estudiado a ti misma?

—Constantemente lo hago, y no hay que ser psicóloga ni nada por el estilo para uno estudiarse y evaluarse. Es algo que todos deberíamos hacer de vez en cuando, en realidad.

—¿A qué te refieres? —preguntó con genuina curiosidad.

—Ya sabes... una introspección. La gente tiene que revisarse constantemente y conocerse. Tiene que saber por qué hace las cosas, analizar su pasado y sus consecuencias en el presente, por qué uno es como es, saber qué quieres para el futuro... Uno no puede andar por la vida sin conocerse a sí mismo, o saber hacia dónde uno va.

Alejandro escuchaba atentamente a lo que Rayza tenía que decir, ya que se sentía identificado. Alejandro, ya recién graduado de la universidad, no tenía planes para el futuro. Se quedó pensando sobre eso un momento hasta que ella lo sacó de su pequeño trance preguntándole:

—¿Y qué te depara el futuro a ti? ¿Para qué estás trabajando?

—No... no quiero sonar muy aéreo, ni ingenuo ni nada, pero... no estoy seguro de qué quiero hacer ahora que terminé de estudiar. Me siento algo perdido —dijo, mientras se recostaba de su asiento y desviaba su mirada hacia el paisaje, consciente de que su lenguaje corporal delataría su inseguridad más aún ante Rayza, pero ya no valía la pena seguir fingiendo algunas cosas.

Rayza pudo sentir un poco de cómo se sentía Alejandro por escucharlo expresarse, por su manera de actuar y con el tono en el que hablaba. Es una de sus virtudes ser tan perceptiva. Pero el hecho de que ella pudiese sentir un poco más como él no le favorecía a Alejandro en absoluto, al menos no para los fines que él quería. Deseaba impresionarla, poder dar la impresión de ser un joven maduro e interesante con el cual ella pudiese estar, sentirse segura... pero si ni él podía sentirse seguro consigo mismo, ¿cómo lo iba a lograr?

Después de un incómodo minuto de silencio, el momento fue interrumpido por el mesero, quien traía las copas y la botella de vino que Alejandro había ordenado. Después de servirlas, el mesero les avisó que sus platos ya estaban listos, y que en un momento los traería. Al marcharse, Alejandro pasó su vista ante el rostro de Rayza y notó algo de incomodidad, estando ella también mirando el paisaje. Tomó su copa de vino, la estudió un poco y pensó para sus adentros:

—Al menos sí sé hacia dónde va este vino —y tomó un sorbo.

Continuará....

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